En 1963, mi padre, Tomás H. Guerra, decidió abandonar Cuba para exiliarse después de que el gobierno aprobara unas reformas comunistas que eliminaban el derecho de su familia campesina a cultivar y vender cosechas independientemente del estado. Después de llegar a España y, más tarde, a Nueva York, nunca se deshizo de los recordatorios aparentemente mundanos de lo difícil que había sido el viaje emocional. Un sello en la segunda página le recordaba a todos que él supuestamente estaba huyendo de su propia liberación: «¡Viva la primera Revolución Socialista de América! Patria o muerte. Venceremos«. En el bolsillo delantero derecho llevaba varios retratos para los numerosos formularios que (él asumía) debía rellenar continuamente para justificar su presencia en el extranjero. También guardaba el último de los cinco pesos cubanos que llevaba en el bolsillo cuando se despidió de la isla para siempre. Cinco pesos era la cantidad total que, en 1964-1965, el gobierno cubano permitía llevarse a cualquier ciudadano que «abandonara la Revolución», junto con unas pocas prendas de ropa: para los hombres eran dos pares de pantalones, tres camisas y un juego extra de ropa interior. Esa pequeña lista, tanto para hombres como para mujeres, no incluía un abrigo. Cuando mi padre llegó a Madrid con mi madre el 4 de febrero de 1964 y esperaron fuera del aeropuerto a que un taxi les llevara al campo de refugiados de la Cruz Roja, sólo hacía 35 grados. Nunca habían pasado tanto frío. Colección personal de Lillian Guerra.