A diferencia de los plantadores del sur de Estados Unidos, la élite “azucarocrática” cubana de los siglos XVIII y XIX consideraba que vivir demasiado cerca de la fuente de su riqueza -es decir, de la violencia cotidiana que se ejercía sobre los esclavos en las plantaciones de azúcar- era degradante. La familia germano-cubana Brunet de Trinidad, una ciudad colonial del siglo XVI en el valle central de los ingenios azucareros, resultó excepcional en este sentido. Construida en la década de 1830, cuando despegaba el auge azucarero cubano impulsado por la esclavitud, la opulencia de la casa solariega de los Brunet, con vistas a vastos campos de caña de azúcar, rivalizaba con su homóloga urbana en la ciudad. Cuando la visité a finales de la década de 1990, el gobierno acababa de obligar a los ocupantes ilegales que la habían ocupado a abandonarla con la esperanza de transformarla en un lugar turístico. Los frescos italianos, encargados por el amo de esclavos original Brunet (al que los lugareños seguían llamando “el Viejo Brunet” como si acabara de morir), velaban unas habitaciones inquietantemente silenciosas. La pintura azul de la casa, de la época soviética, despegada de la pared sobre la puerta principal revelaba otra decoración, aún vibrante, debajo. También se rumoreaba que la casa incluía una cámara oculta decorada con rostros de demonios donde Brunet aterrorizaba a los jóvenes esclavos de la casa en confinamiento. Todo el mundo estaba de acuerdo en que esta habitación secreta nunca se había encontrado porque, según la leyenda, cuando Brunet murió, su espíritu entró en la cámara y los Ángeles de Dios lo condujeron directamente al Infierno. Trinidad de Cuba, julio de 2001.