Como la mayoría de los cubanos, mis primas Teresita y Pilar recordaban cómo antes habían dado por sentada la centralidad de los productos procedentes de España en la cocina cubana -como las aceitunas o el comino- antes de lo que abstractamente llamaban “El Desastre”. El vino, sin embargo, era otro asunto: demasiado caliente para su consumo, afirmaban, Cuba había sido sobre todo una tierra donde la gente bebía cerveza y cócteles helados de ron en lugar de vino. La única excepción eran las fiestas. Cuando el tiempo huracanado daba paso a brisas frescas, incluso gélidas, el vino tinto era un placer estacional, y en la época soviética de los años 70-80, el vino verdaderamente excelente procedía de Bulgaria. Tras haber oído esta historia durante meses mientras investigaba en Cuba, decidí buscar un poco de vino antes de Navidad. Volviendo a casa en bicicleta un día en La Habana, divisé varias botellas en un puesto de carretera que normalmente vendía alcohol ilegal del gobierno (conocido localmente como chispa de tren). Inspirada, ¡compré una caja entera! Ya fuera porque había pasado demasiado tiempo para recordar lo que era un buen vino o porque todos estábamos decididos a que nos gustara, los que recibieron una botella me lo agradecieron efusivamente. Teresita y Pilar estaban encantadas. Tras un sorbo, ambas suspiraron de placer. Pilar bromeó: “¿Seguro que no es búlgaro?” Cienfuegos, diciembre de 1996.