Hasta finales del siglo XIX, pocos barones del azúcar cubanos podían desafiar la fortuna del clan Iznaga, ni la legendaria propensión de la familia a gastarla en exorbitantes decoraciones y lujosos muebles de la más alta calidad y diseño, adquiridos en su mayoría en Europa. Su casa en el centro de Trinidad siguió siendo la depositaria de los tesoros de la familia, incluidos enormes alijos de platería pesada (¡no de ley!), cuadros, joyas, cubiertos hechos a medida para más de un centenar de personas. Como me dijo el viceconservador de la ciudad de Trinidad, José Luis Hurtado, el Estado comunista nunca retiró nada porque el último heredero de la casa y de la fortuna material nunca salió de Cuba después de la Revolución de 1959. Sin embargo, después de su muerte a principios de los años 90, los “buitres” descendieron cada noche sobre la casa, saqueándola hasta de los suelos de mármol, los azulejos de las paredes, incluso las ornamentadas barras de hierro que una vez habían revestido las escaleras e impedían que uno se cayera de los balcones del segundo piso. No quedó nada, como muestran estas fotos. Consternado, dije que Trinidad era Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. ¡Esto debería haber sido un museo! Y, dije, el Estado comunista reclamaba semejante riqueza como patrimonio nacional. José Luis sonrió con ironía: ¿Quién tú crees que se lo robó todo? Sus ayudantes agregaron: Sí, todos vestían de verde olivo. Trinidad de Cuba, julio de 2001.