Como ocurría a menudo durante el Periodo Especial (y, hasta cierto punto, sigue ocurriendo incluso hoy), los pueblos, lugares históricos y ciudades como Sagua la Grande, que resultan estar fuera de los caminos trillados para la mayoría de los turistas, rebosaban de antigüedades y curiosidades que los lugareños a menudo mostraban alegremente a un historiador visitante. En este caso, una mujer me invitó a su casa para mostrarme los tesoros que había ido coleccionando desde que las primeras oleadas de vecinos y familiares anticomunistas empezaron a huir de la isla a principios de los años sesenta. Me dijo que no estaba interesada en vender -después de todo, un profesor universitario seguramente no ofrecería el precio más alto-, pero que quería mostrar lo mucho que había salvado de los entrometidos agentes del Estado. Explicó que los Comités Locales de Defensa de la Revolución habían confiscado continuamente a los cubanos que se marchaban cualquier objeto bello o de valor. El Estado los subastaba a nivel internacional para compensar la disminución de ingresos y la imposibilidad de llegar a fin de mes. Tal vez lo más inusual fueran los bocetos que, según ella, Wifredo Lam había hecho y le había regalado cuando se marchó -con la bendición de Fidel Castro- a vivir a París mientras durara la Revolución, a cambio de la promesa de no criticarla nunca públicamente. Sagua la Grande, marzo de 2002.