El 13 de marzo de 1968, Fidel Castro anunció inesperadamente la incautación de todas las pequeñas empresas restantes (52.000) en nombre de la enseñanza de la conducta, los valores y la conciencia comunistas a los ciudadanos de una vez por todas. Sólo algunos sectores de empresas permanecieron en manos privadas, aunque de forma no oficial. Uno de ellos fue el sistema de taxis colectivos con rutas establecidas alrededor de la ciudad; una flota separada de empresarios prestaba servicio interprovincial. Los conductores, cuyos gigantescos coches fabricados en Estados Unidos y mantenidos de forma creativa nunca fueron sustituidos por importaciones soviéticas, cobraban la misma tarifa, independientemente de dónde recogieran a un pasajero en una ruta o lo dejaran. El Estado no podía sustituir el valioso servicio que prestaban, sobre todo porque los autobuses estatales a menudo funcionaban fuera de horario o no lo hacían por diversas razones a lo largo de las décadas. En consecuencia, el Estado hizo una excepción y los taxis sobrevivieron. Lo que los dirigentes nunca esperaron fue su extraordinaria popularidad entre los visitantes extranjeros que inundaron Cuba entre los años 90 y principios de 2010. Después de intentar criminalizar el transporte de extranjeros dentro de las ciudades o a través de las provincias (algo por lo que los turistas y los cubanos nacidos en Estados Unidos, como yo, protestábamos a gritos ante la policía cada vez que nos paraban), el Estado compró cientos de coches viejos que compitieron directamente y de forma mucho más ventajosa con los conductores privados, faltos de piezas y de gasolina. Con la prohibición legal de aparcar cerca de las instalaciones turísticas, donde podrían competir con los coches del gobierno, los conductores privados de Cuba explotaron la necesidad del Estado de mantener contentos a los viajeros que pagaban en moneda extranjera, aparcando a la vuelta de la esquina y solicitando viajes a los que pasaban por allí.