En 1959, la provincia más analfabeta de Cuba no era la más asociada al control económico de los inversores extranjeros ni a las enormes plantaciones de azúcar: era Pinar del Río, la legendaria zona cero de la producción tabacalera, donde sigue predominando la creencia de que la esclavitud y el racismo contra los negros han desempeñado poco o ningún papel en el desarrollo económico y social de la región. Mis primeras reacciones cuando visité por primera vez sus pequeñas ciudades rurales y sus campos reflejaron la resistencia de tales mitos en mi propia familia. A pesar de los emotivos y admirativos relatos de mi padre sobre la empleada doméstica de su familia, Ñica, él la llamaba -cada vez que aparecía- no Ñica, sino La Negra Ñica. Cuando era muy pequeña, en mi mundo totalmente blanco de Kansas, una vez le pregunté a mi madre si su nombre de pila era «Negra». Su reacción -hacerme callar- no fue muy distinta a la de mi tío Tiki, que retrocedió horrorizado en mi primera visita a su casa en otoño de 1996 cuando le pregunté si Ñica vivía. No se dice eso aquí, nunca de Ñica o de nadie, dijo. Profundamente avergonzado al darme cuenta de repente de lo que había dicho y de por qué tenía importancia, recuerdo que intenté justificar el epíteto explicando que mi padre siempre la había llamado así. Tío Tiki replicó, sonriendo, que aquello era sin duda una prueba de lo que «todo el mundo» que él conocía había comentado durante años: que mi padre había cambiado, que había dejado de escribir a todo el mundo desde 1974 sin explicación, que «se había olvidado de nosotros» porque sencillamente se había vuelto totalmente loco. Sin embargo, Tío Tiki no sabía cuál era el apellido de Ñica y, para mi sorpresa, dijo que nunca lo había preguntado. Hoy, mientras algunos se preguntarían por qué, yo tengo claro que si Ñica hubiera sido blanca, su apellido habría sobrevivido indeleblemente en nuestra memoria. Fotografía de Silvia Suárez del Villar y Suárez del Villar, Marcos Vásquez, Pinar del Río, 1965.