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La casa de mi familia cerca del colapso:

Ubicada en la calle Virtudes, a unos pasos del Hospital Hermanos Almejeira, la casa de mi familia comenzó a derrumbarse bajo el peso de tantas décadas de abandono. No era culpa suya. Durante tres décadas, las leyes comunistas habían penalizado la capacidad de los ciudadanos para reparar sus propias casas sin la autorización y la mano racionadora del Estado. Para cuando se legalizó hacerlo, en 1994, pocos cubanos poseían la riqueza necesaria para obtener el material más básico que siempre habían necesitado para reconstruir sus casas: el cemento. Ahora era dinero lo que se necesitaba para comprarlo; antes eran imprescindibles las conexiones políticas. Sin embargo, «el dueño» y distribuidor del cemento seguía siendo el mismo, el Estado cubano. Con la ayuda de un amigo en el extranjero y con la esperanza de conservar la casa cuyo techo y fachada estaban a punto de derrumbarse, mi tía había vendido lo último de valor que poseía su familia: un par de pendientes de diamantes y oro que nuestra tía abuela había recibido de su padrino, Francisco del Valle, un hombre condenado al ostracismo por ser gay y antaño propietario del Palacio del Valle en Cienfuegos. El dinero no resultó suficiente. Después de que Raúl Castro legalizara la venta de inmuebles en 2011 por primera vez desde 1961, la casa fue vendida a una familia de cubanos que se marcharon en los años 90, hicieron una pequeña fortuna en España y regresaron como inversores, interesados en montar un Airbnb en La Habana. A eso se dedica esta casa hoy en día. Centro Habana, octubre de 2012.