Desde la década de 1960 hasta prácticamente la actualidad, el Estado comunista cubano promovió la idea de que los libros, las ideas, la historia política, la cultura y las luchas sociales que lo precedieron eran temas intrascendentes de discusión en el mejor de los casos y temas tabú en el peor. No obstante, miles de cubanos conservaron las bibliotecas de sus familias, muchas de ellas en el mismo estado que el día en que sus antiguos parientes (abogados, intelectuales, escritores, jueces, médicos y maestros) huyeron del país. Más tarde, las generaciones más jóvenes descubrieron que los viejos libros y objetos del pasado no sólo merecían ser salvados, sino también vendidos a coleccionistas, investigadores, turistas e historiadores como yo. La idea del antiguo Historiador de la Ciudad de La Habana, Eusebio Leal, fue abrir un mercado para la exposición y venta de libros antiguos por parte de comerciantes individuales ante el otrora opulento Palacio de los Capitanes Generales en la Plaza de Armas de La Habana Vieja. Por más que a algunos les parezca desalentador, los marchantes de libros antiguos rescataron del olvido miles de libros, incluso cuando parecían vender el patrimonio nacional. De hecho, las cuestiones históricas que contienen no se consideraron parte de ese patrimonio nacional durante décadas. La mayoría de los indicios apuntan a que esas cuestiones sobre el pasado siguen sin serlo. Para los historiadores como yo, excelentes y devotos libreros como Damián, que aparece en la foto, contribuyeron enormemente al renacimiento de la historia cubana que ha representado el desmantelamiento parcial de las barreras ideológicas a la erudición y la investigación de archivos desde la década de 1990.