Entre 2005 y 2006, Fidel Castro llevó a cabo una campaña muy promocionada e impopular para modernizar la infraestructura eléctrica de Cuba. Llamada «La Revolución Energética«, esta política de compras forzosas reproducía las tácticas coloniales españolas que en su día permitieron a funcionarios corruptos complementar sus magros salarios obligando a los indígenas bajo su dominio a comprar grandes alijos de ropa y textiles de baja calidad. Aún más indignante para los cubanos que las compras forzosas era el hecho de que el coste de los nuevos electrodomésticos se deducía automáticamente de su salario gubernamental. Contrariamente a lo esperado, se empezó con la confiscación de millones de bombillas fluorescentes de los hogares de la gente (sin compensación) y pronto se siguió con la «venta» forzosa de millones de nuevos frigoríficos, ventiladores eléctricos y estufas comprados en China a los cubanos, la inmensa mayoría de los cuales nunca habían podido sustituir sus General Electric o Frigidaire de fabricación estadounidense de los años cuarenta o cincuenta. Aquí poso con un primo mío algo reticente, Luisito, junto al frigorífico familiar de fabricación china finalmente pagado. Aunque sus electrodomésticos eran antiguos (como sus coches) antes de que Fidel pusiera en marcha la política, los cubanos preferían conservar sus frigoríficos a tener que comprar sustitutos sin escarcha pero comparativamente mal hechos por un precio impuesto por el gobierno. Luisito estaba especialmente disgustado porque, en un hogar de tres generaciones, había tenido la tarea familiar semanal de limpiar Eddie, el Frigidaire de 1951 que les había servido fielmente durante más de cincuenta años. Ahora, durante dos horas cada domingo, ¡no tenía nada que hacer! Noviembre de 2011.