Aquí mi tío Tiki Guerra está de pie con el sobrino de su esposa, Luis, y Mingo, un viejo amigo y antiguo pequeño agricultor cuyas tierras lindaban con las de mis abuelos en Marcos Vásquez, Pinar del Río. Posan con el cerdo recién sacrificado que mi regalo de veinticinco dólares en junio del año anterior les había permitido comprar, alimentar y engordar a tiempo para mi viaje de regreso a Cuba a principios del otoño de 1996. Más de una docena de vecinos participaron en la limpieza y preparación del cerdo, en particular en el corte y fritura de lo que parecían mil chicharrones en calderos gigantes sobre un fuego abierto de marabú. Este era el primer cerdo que alguien de la familia había disfrutado desde principios de los años 80, cuando Tiki había cedido su granja al Estado cubano. Las reformas del periodo especial que permitían a los cubanos criar cerdos en espacios urbanos (incluida La Habana) pretendían aumentar el acceso de los ciudadanos a las proteínas, pero también permitían un retorno colectivo a las tradiciones culturales abandonadas durante mucho tiempo a causa de la austeridad, las restricciones gubernamentales y el racionamiento. Cuando el Papa Juan Pablo II comenzó a negociar los términos de una visita de Estado en 1998, estos términos incluían el regreso legal de la Navidad en diciembre de 1996 por primera vez desde que Fidel Castro la eliminara oficialmente en 1969. Más inolvidable que el sabor de este cerdo bien alimentado con nueces de palma para mí fueron las muchas conversaciones que mantuve con jóvenes cubanos que me acribillaron aquella noche de Navidad con un aluvión de preguntas sobre la identidad de Jesucristo, así como el significado y los orígenes de la Navidad.