A principios de la década de 2000, los avances en la reubicación de los residentes fueron paralelos a la radical remodelación y restauración de los interiores de los edificios de la Plaza Vieja. La primera cervecería artesanal de Cuba surgió gracias a la financiación alemana. La antigua oficina de correos, recordada como una de las «únicas cosas buenas que los americanos sabían hacer funcionar» durante la ocupación militar estadounidense de 1898-1902, se convirtió en museo. Otro edificio se convirtió en una galería de arte gubernamental. Sin embargo, identificar a los que se habían mantenido en pie era fácil, dado que en los balcones de dos de las fachadas más opulentas y céntricas colgaba la ropa recién lavada. Cuando regresé a Cuba en 2011 tras dos años de paréntesis, todo el mundo me dijo que tenía que ir a ver los resultados de la reubicación forzosa de las familias que aún ocupaban estas antiguas mansiones. Para mi asombro, la fuente central de la plaza ya no estaba rodeada por la valla de hierro forjado. Un merolico local me dijo que los «veteranos» que lucharon para que sus casas no fueran «confiscadas» deberían vender camisetas, ya que no recibieron ninguna parte de los millones de dólares por los que sus casas, ahora condominios de lujo, acabaron vendiéndose y alquilándose. En las camisetas podría leerse, bromeó, No Cubans, No Fence.